Mi lado dominante

 



Había sido otro día más de ser sólo un lado de sus múltiples facetas. 

Entra, cierra la puerta, se detiene, respira profundamente. 

Cierra los ojos abriendo las puertas y ventanas a su otro lado, ese que grita, azota, doblega, los lleva a su límite y trae de vuelta. 

Sabe que este lado suyo debe ocultarlo a excepción de la persona adecuada. ¿Quién es la persona adecuada? ¿Y si nunca llega? ¿y si son todos los adecuados?. Hoy cree haber encontrado a uno. 

Años de tabú tomaron un costo en ella y su personalidad, un costo que goce tras goce, sudor tras sudor, fue limpiando, borrando, exorcizando, hasta dejar su su real naturaleza a la vista, a su vista. 

Puede ser un ángel, amiga, terapeuta, consejera, un amor, filántropa, altruista. Pero a la vez ser perversa, dominante, controladora, que goza de la tortura con consentimiento. 

 Si, esa la única regla: El consentimiento. 

Ese concepto que si no se respeta arrastra todo a el carajo. 

Sabe que va que no va a hacer nada bonito ni dulce. Como a ella le gusta y place. 

Respira, cierra sus ojos y se libera. 

Obedientemente él la esperaba desnudo sobre la cama de rodillas con las manos en el regazo y todos los implementos que ordeno preparar para hoy. 

 Al verlo le causa una secreta dicha y excitación que el no percibe. Es una excelente jugadora de póker. 

Se desviste lentamente y ve como su verga se tensa y engrosa con cada movimiento suyo.

 “Quieto" ordena y esto lo excita aun más ya haciendo visible su erección. 

Ese tono de autoridad lo pone a mil. 

 Va a la ducha y se quita en día de encima y deja que el agua haga su trabajo recorriendo cada rincón de su piel y cada curva generosa de su cuerpo. Apaga el grifo y sale del baño cubierta con una toalla y ve que el sigue ahí esperándola. Su verga ya semitensa la alienta a generar una erección mayor. 

 Ahí radica su placer en llevarlos al límite donde creen perderá del control pero al mismo tiempo batallan con la sumisión que siempre gana. 

Cae la toalla y a unos centímetros de él se recuesta apoyada en el respaldo de la cama. 

Abre sus piernas dejando ver hambriento su sexo, ese que desea con locura pero no puede acceder hasta recibir el permiso de su señora. 

Coge su vibrador y comienza a masturbarse con el, su cuerpo se mueve de placer y los gemidos de ella aumentan de volumen. 

Él inquieto, desesperado, con su miembro erecto en su máximo, continúa con las manos sobre los muslos y sin poder contenerse se escapan tenues gemidos. 

Ella quiere ir un poco más allá y toma un hielo se me derretido de la mesita de noche. Se acerca a él con el hielo en la boca goteando, mientras lentamente se va acercando cada vez más a ese monumento de erección. 

Posiciona su cabeza sobre su miembro y una gélida gota cae sobre su grande, haciéndolo dar un fuerte gemido, ese que gota tras gota aumentaba su volumen. Sin saber si es la gota en sí, su temperatura o el lento y suave recorrido por su pene. A las manos les costaba mantener su posición ya. 

“Por favor” rogaba él, rogaba por tenerla. 

“Quieto” ordenó. Se retiró por un segundo y le pregunta: 

 “¿confías en mi?"

“Sabe que si, mi señora” responde. 

Se ubica por detrás de él y venda sus ojos. 

Se sienta frente a él, acerca sus labios a su cuello y sopla suavemente, su piel reacciona de inmediato y otro gemido se escapa. Continúa cubriendo con su aliento el recorrido hacia la parte sur de su cuerpo mientras se contorsiona y ve que su erección puede llegar al límite. 

“Recuéstate" ella le ordena. 

Agradecido lo hace, un descanso de su posición inicial ya que le generaba cierto incomodidad, ella lo sabia y lo liberó. 

Tendido en la cama, aún privado de la visión, toma una cuerda y ata sus manos llevándolas sobre su cabeza y las ata a la cabecera de la cama. Esa cabecera de fierro decorado que escogió estratégicamente para estos usos sin ser tan evidente. 

Le abre sus piernas y lo deja a segundo ahí, desesperado por ser tocado o simplemente saber que ella sigue ahí. 

Con sus dedos toma otro hielo y recorre desde sus pies, sube por sus pantorrillas, muslos muy lentamente observando y gozando cada contorsión de su cuerpo al contacto con el hielo. 

 “Por favor” gimió él. 

 Su tortura le causa un goce indescriptible, un poder que enciende a esa despiadada bestia que lleva por dentro. 

Lame el hielo ella, enfriando la punta de su lengua y luego sutilmente toca su glande para luego recorrerlo. Su placer es tal que por poco estalla en su cara. 

“No te corras aún", ordena 

“Si mi señora” responde entre gemidos.

 Vuelve a enfriar la punta de su lengua y ahora recorre sus bolas, la base de su miembro y sube lentamente estremeciéndolo. Ya ruega por una penetración, por liberar ese placer. 

 “Me voy a correr” gime desesperado. 

Ella se detiene de golpe, lo deja de lado moviéndose sin control sobre la cama, sin poder acabar. 

Se toma su tiempo y toma una delgada y delicada fusta. 

Con golpes precisos, sin dañar, lo azota en el pecho, la sorpresa lo hace saltar. 

 Lo repite sobre sus muslo, ya no es sorpresa sino goce, sus gemidos son una prueba de esto. Con la fusta recorre todo su cuerpo, lo despoja de la venda y le permite ver como empapa la fusta en sus fluidos, al penetrarse con ella. 

Lleva la fusta húmeda sobre sus hambrientos labios, que intentan agarrar con su lengua alguno de sus fluidos sin lograrlo. 

Otro azote en el pecho y otro gemido. 

Él es suyo y ella lo sabe. 

Le libera las manos y le abre el paraíso al abrir sus piernas. En un solo gesto le ordena comer de su vicio. 

Como un animal hambriento va sin mesurar su desesperación a cumplir los caprichos y ansias de su señora que también son sus deseos. 

Le marca el ritmo con la fusta en la espalda: un golpe más despacio, dos golpes más rápido. Él cada vez más excitado. 

 Los azotes son cada vez más seguidos de dos en dos, ese limite perfecto de placer y dolor. En un estruendoso gemido ella acaba en su cara, bañándolo por completo. 

Él aún erecto, sin encontrar alivio, suplica una descarga, todo su cuerpo lo hace. 

“Sentado” lo ordena. 

Una vez que obedece, ella se gira lubricando su estrechez y juega con ella jugando y rozandola con su glande y muslos, llevándolo a una desesperación aún mayor.

Se detiene y le grita: “Eres libre”.

Él como un animal desbocado la monta sin piedad alguna embistiendo su estrechez una y otra vez. 

 La tiende sobre la cama posando su cuerpo directamente sobre el de ella y lentamente entra y sale intentando extender ese goce y controlar sus ganas de acabar. 

No por mucho tiempo lo logra, coge su cuello por detrás, la levanta arqueando su espalda y la besa, para en una embestida final, llenarla de todo su placer. 

Rendido cae sobre ella y solo puede decir: 

“Gracias mi ama”  



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